CÓMO UNO DE LOS MÁS ARROGANTES Y CORRUPTOS TIRANOS PERUANOS CASI SE APODERA DE UNA OBRA MAESTRA DE LA JOYERÍA.
De entre los pasajeros que habían desembarcado en el Puerto del Callao, en los primeros meses de 1929, destacaba un joven extranjero sin equipaje alguno. Desde un automóvil, unos "vigilantes" de abrigo y sombrero lo reconocieron; leyendo unos papeles, uno de ellos comentó: "Ahí está. Es Pasqual Fàbregas".
Fàbregas, parado en medio de la calle, metió la mano en uno de sus bolsillos, sacó una llave, la contempló unos segundos y se la volvió a guardar. Preguntó a un transeúnte dónde está el Banco del Perú y Londres. Una vez recibida la información, se encaminó al lugar, seguido de lejos por los hombres de abrigo y sombrero.
Finalmente vio el Banco pero, prudentemente, no entró ahí. Se encaminó por otras calles, siempre seguido por el oscuro automóvil y sus siniestros ocupantes. Comenzó a hacer tiempo: tomó un taxi. que lo llevó al distrito chalaco de La Punta. Ahí contempló las playas; fotografió un monumento de Augusto B. Leguía, dictador de la Patria Nueva (que era como se autodenominaba su corrupto régimen), paseó por las pintorescas calles, entró a una cevichería, conversó con la gente... actuó como cualquier turista.
Los misteriosos agentes que vigilaban a Fàbregas entraron también al establecimiento. Desde una mesa vecina tuvieron que pasar la tarde contemplando cómo el joven catalán charlaba alegremente con los chalacos. Les contó que en su tierra estaba por inaugurarse la Feria Internacional de Barcelona, donde su museo de joyas ya tenía separado su pabellón privado. Luego hablaron de comidas típicas, para de ahí discutir (y catar) quién preparaba los licores más exquisitos. Luego hubo un duelo de guitarra, con valses de ambos pueblos: el Callao y Barcelona empataron.
Al caer la noche, Fàbregas y sus nuevos amigos salieron del restaurante, siempre seguidos de lejos por los agentes misteriosos. En una pequeña cancha de fútbol de acceso público, comenzaron a jugar una competencia de "penales": el catalán representaba a Futbol Club Barcelona, mientras que un porteño representaba al Club Atlético Chalaco... ganó el segundo y los porteños gritaron al unísono: "Chin, pum... ¡Callao!", para luego explicarle a Fàbregas que era el grito de victoria de ese pueblo.
Los espías siguieron al alegre grupo a un humilde callejón, donde había una fiesta. En la calle, el auto y sus ocupantes se estacionaron en un lugar estratégico, desde donde verían si Fàbregas escapaba por alguna otra salida. La noche pasó; los agentes aguardaban impacientes pero perseverantes. Uno de ellos se quejó: "¿No podríamos simplemente arrestarlo y obligarlo a que abra la bóveda del Banco?", a lo que otro replicó: "Lo último que quiere la Patria Nueva es problemas con Barcelona. Hay que esperar a que vaya al banco y la saque; luego simulamos ser ladrones y se la arrebatamos".
Amaneció. Los espías finalmente vieron salir a Fàbregas del callejón y encaminarse hacia el banco. Los hombres misteriosos se alegraron de ver a su víctima entrar al elegante edificio.
Una vez dentro, Fàbregas enseñó la llave y los banqueros ingleses le permitieron pasar a las bóvedas más seguras, en el sótano. Ya ante a la bóveda que buscaba, con una cerradura y una rueda con números, sacó de un bolsillo un arrugado manuscrito… la carta de su difunto maestro, que había recibido semanas atrás. Metió la llave en la cerradura, dio vueltas a la rueda según la combinación numérica indicada en la carta, hizo girar la llave, y la blindada puerta quedó abierta.
En su espaciado interior, solo había un cofre de madera. Fàbregas entró, lo cogió (no era muy grande ni pesado), lo abrió... y se quedó extasiado mirando el contenido del mismo. Volvió a cerrarlo, sonrió, sacó un papel de su saco, tomó su bolígrafo y comenzó a escribir algo en él.
Afuera del banco, los hombres de abrigo y sombrero vieron, finalmente, a Fàbregas abandonando el edificio. Sin ninguna prisa se acercaron a él pero, antes de alcanzarlo, de un callejón cercano aparecieron unos individuos de mal aspecto, que lo amenazaron con navajas. Nuestro amigo levantó las manos e implora que no le hagan nada; uno de los asaltantes cogió el cofre que Fàbregas llevaba consigo y todos salieron corriendo. Uno de los hombres del automóvil oscuro exclamó: "¡Olviden al catalán! ¡Vamos tras esos!"
El auto persiguió a los bandidos, los alcanzó e interceptó. Los hombres a bordo sacaron sus armas, lanzaron disparos al aire y ordenaron a los ladrones a tirarse al suelo. Uno de ellos cogió el cofre de madera, lo abrió... y adentro solo había un papel con la caricatura de un hombrecillo que les sacaba la lengua. Furioso, el hombre lanzó el cofre al suelo y gritó fuera de sí: "¡Nos ha engañado! ¡Él aún tiene la joya!" Luego que el automóvil partiera a todo gas, los "rateros" se levantaron del suelo y, muertos de risa, comenzaron a repartirse el dinero que, previamente, Fàbregas les había pagado para hacer ese teatro.
En una elegante oficina gubernamental (con un gran retrato del dictador Leguía, "Presidente de la Patria Nueva", en una pared), una llamada telefónica informó a un alto funcionario que Fàbregas había escapado llevándose "la joya". El hombre hizo otras llamadas, ordenando que todos los barcos y trenes fuesen detenidos y revisados, en busca de un joven catalán que llevara consigo una hermosa pieza ornamental. Luego ordenó poner barricadas en las carreteras, y que todos los vehículos fuesen intervenidos. En una última llamada, el oficial se comunicó con alguien a quien informó, con miedo, que hubo un contratiempo, pero la tan ambicionada joya pronto estará en su colección personal (en medio de la conversación, llama a esa persona "Su Excelencia").
Evadiendo a las patrullas policiales que le buscaban, Fàbregas llegó a una mansión y tocó la puerta. Apenas el mayordomo abrió, se coló en la residencia exclamando: "Tengo que hablar con Mr. Fawcett". Un hombre de nacionalidad americana salió y de mal modo preguntó qué diablos quería, a lo que el catalán contestó: "Elmer Fawcett, supongo. Caballero, deseo comprar uno de sus aviones". El yanqui se rió, le trató de payaso insolente, le amenazó con hacerlo apalear por su chofer más fornido si no abandonaba de inmediato su casa... hasta que el joven sacó de su abrigo un grueso fajo de billetes, que el otro se quedó mirando boquiabierto.
Diez minutos después, en el aeródromo particular del ahora sonriente Mr. Fawcett, el americano invitó a Fàbregas a tomar el modelo que él desee. Éste escogió uno con los colores azul y grana (como la bandera del Futbol Club Barcelona), se introdujo en él y emprendió triunfal vuelo. Ya en el aire, en medio de las nubes, Fábregas extrajo de su abrigo la joya que sacó del cofre: un dorado óvalo, embellecido de un extremo al otro con las más exquisitas piedras preciosas que, en conjunto, representaban una torre con una bandera peruana flameando sobre ella, de fondo el mar y en la parte superior un sol radiante. Alrededor llevaba grabada, con plateadas letras góticas, la siguiente inscripción:
LA FIEL Y GENEROSA CIUDAD DEL CALLAO
ASILO DE LAS LEYES Y DE LA LIBERTAD
Dos meses más tarde, en la recién inaugurada Feria Internacional de Barcelona, nuestro joven amigo guiaba a varios visitantes del pabellón del Museo Fábregas, explicando todo sobre cada joya, platería o reloj que estaba en exhibición. Finalmente, llegaron todos a un pedestal, cubierto con una cúpula de vidrio, dentro del cual estaba la exquisita joya acabada de traer desde América Latina.
"Y finalizando el recorrido, he aquí a la más reciente adquisición del museo. Esta maravilla proviene del Callao; creada un sabio joyero catalán allá establecido, recientemente fusilado (y que fue mi maestro), es la representación libre de una medalla que el valeroso pueblo chalaco recibió hace más de un siglo. El tirano Augusto B. Leguía, actual dictador de la Patria Nueva, ambicionaba apoderarse de ella, para hacerla parte de su colección personal de joyas, sin importarle el robar una obra de arte. Pero, afortunadamente, las cosas no salieron como el tirano esperaba, y ahora está a salvo aquí, como una muestra para satisfacer el interés que tenemos por las maravillas de la Joyería".
Todos rieron, alguno aplaudió, y Fàbregas dio por terminado el recorrido, agradeciendo a todos su asistencia. De ahí entró a su oficina, pero antes de entrar da una última mirada a la joya chalaca y exclama: "Chin, pum... ¡Callao!"
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